Batalla de Covadonga (a. 722)

Principado de Asturias

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Batalla de Covadonga (a. 722) | Etnografía | Datos básicos | Historia | Asturias | Asturias | Asturias | Asturias | Asturias | Principado de Asturias | España | Europa.

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Mapa de situación del concejo

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Escudo del concejo

Escudo del concejo de Asturias. Asturias.

Descripción

Los orígenes del reino de Asturias están estrechamente asociados a dos nombres —Pelayo y Covadonga— convertidos en símbolo de la voluntad de resistencia cristiana frente a los invasores musulmanes que, en el segundo decenio del siglo VIII y tras la destrucción del Estado visigodo, afirman su dominio sobre los hombres y las tierras de la antigua Hispania.

Hasta hace todavía bien poco tiempo, no resultaba tarea fácil el intento de reconstruir los primeros pasos del largo peregrinaje reconquistador iniciado por Pelayo en Covadonga, algunos años después de la invasión musulmana.

Sus contornos históricos se ofrecían difuminados por la bruma que envolvía las escasas, lacónicas, contradictorias y no siempre fidedignas noticias aportadas por los relatos que, tanto en el campo cristiano como en el islámico, se hacían eco de los momentos iniciales del reino astur.

La fantasía desbordada de la historiografía romántica contribuyó a aumentar el confusionismo con su aceptación indiscriminada de las referencias suministradas por las fuentes cronísticas, en particular las cristianas, sin someterlas a una rigurosa crítica textual.

Como reacción contra ella, el hipercriticismo de fines del pasado siglo y de principios del presente, representado en sus posturas extremas por el erudito asturiano Somoza y el ilustre historiador francés Barrau-Dihigo, puso en tela de juicio o llegó a negar, en ocasiones, la autoridad de los textos cronísticos que constituyen la principal fuente de conocimiento de los sucesos de Covadonga y de los acontecimientos que los precedieron y, en consecuencia, la historicidad de esos hechos.

Se hacía pues necesaria una revisión a fondo del problema, poniendo a contribución todos los recursos heurísticos disponibles, sometiéndolos a una crítica meticulosa, razonada y desapasionada, conociendo sobre el propio terreno los escenarios naturales de los acontecimientos que constituyeron el punto de arranque del secular proceso de la Reconquista hispana, verdadero eje vertebrador de la historia medieval nacional.

A esta tarea, ingrata pero necesaria para ilustrar uno de los capítulos más trascendentales y peor conocidos de nuestro pasado, ha consagrado una buena parte de su extensa y admirable producción historiográfica el maestro Sánchez-Albornoz.

Hoy, gracias a su ejemplar y amoroso esfuerzo, es ya posible una aproximación histórica bastante exacta a la figura de Pelayo y a los hechos que, con él como principal protagonista, se desarrollaron en torno a Covadonga diez años después de que los musulmanes iniciasen la rápida conquista de la Península.

Los comienzos de la lucha de los astures, acaudillados por Pelayo, contra los árabes los conocemos fundamentalmente a través de los relatos que nos han transmitido las crónicas hispano-cristianas más antiguas —la Albeldense y la de Alfonso III, ambas escritas hacia el penúltimo decenio del siglo IX— y por los testimonios mucho menos elocuentes de algunos diplomas astures dignos de crédito y de la tradición historiográfica musulmana.

La fuente más próxima a los sucesos —la Crónica Mozárabe del año 754, llamada también Crónica del Pacense o Continuatio Hispana—, en la que su anónimo autor se lamenta amargamente de la «pérdida de España» a manos de los invasores árabes, silencia sin embargo los hechos primeros de la resistencia astur.

Ese silencio, unido a las contradicciones que se encuentran en los más antiguos relatos cristianos y musulmanes y a las adherencias indudablemente fabulosas del más explicito de aquéllos —el contenido en las dos redacciones de la Crónica de Alfonso III— fueron el motivo principal del demoledor escepticismo de los hipercríticos.

Una buena parte de las dudas que envolvían aquellos lejanos sucesos se han desvanecido ya gracias a la rigurosa labor crítica de Sánchez-Albornoz antes aludida.

Subsisten, evidentemente, otras; se hace necesario, en no pocos casos, el recurso inevitable a la hipótesis, razonable y razonada siempre; pero detrás de las contradicciones, de los datos irreconciliables, de las deformaciones fantásticas y de unos silencios no tanto atribuibles a la inexistencia de los hechos como al desconocimiento o minusvaloración, impremeditada o consciente, de los mismos por quienes los historiaban, la realidad de Pelayo y Covadonga, de los sucesos esenciales que esos dos nombres evocan, es en el estado actual de nuestros conocimientos incuestionable y la acepta la opinión erudita más autorizada.

Según los testimonios de la fuente cronística cristiana más expresiva —la de Alfonso III— avalados, rectificados o completados en algunos aspectos con los que aportan la Crónica Albeldense y la historiografía musulmana, los sucesos de Covadonga y sus antecedentes inmediatos debieron desarrollarse en la forma que, sumariamente y haciéndonos eco en lo fundamental de la reconstrucción de Sánchez-Albornoz, exponemos a continuación.

Tras el descalabro sufrido en la batalla de Guadalete por el ejército de don Rodrigo (711), la afirmación del dominio musulmán sobre la Península se logró rápidamente; en muchos casos, mediante pactos con los hispano-godos, a quienes se garantizaba la permanencia en sus dominios con ciertas condiciones; en otros, venciendo con relativa facilidad aislados y dispersos focos de resistencia al invasor.

Un cierto número de individuos de la nobleza goda perteneciente al partido rodriguista parece que se acogió a las tierras del N. o pasó a Francia.

La Crónica alfonsina, en su redacción erudita, alude expresamente a la huida hacia Asturias y hacia las tierras de más allá de los Pirineos de estos restos de la vencida facción del último monarca visigodo.

Entre los que se acogieron al país astur figuraba Pelayo, a quien se hace espatario de Vitiza y Rodrigo en el relato regio.

Los musulmanes, consumada la conquista y ocupación de la mayor parte de la Península, procedieron a la reorganización de los cuadros administrativos de los nuevos territorios.

A Munuza, compañero de Tarik, se le confió el gobierno de la ciudad de Gijón, extensivo muy probablemente a las tierras de las Asturias transmontanas, en las que Pelayo, como otros fugitivos de la nobleza gótica, viviría ya sometido a la autoridad del prefecto musulmán, gozando de una relativa tranquilidad obtenida al precio de esa sumisión.

Enamorado Munuza de la hermana de Pelayo, amores que éste no veía con buenos ojos, el gobernador decidió enviarlo a Córdoba como rehén de los cristianos astures.

Tal parece haber sido el motivo próximo de la rebeldía del antiguo espatario godo que muy pronto iba a prender en el ánimo siempre insumiso de los montañeses norteños.

Probablemente en la primavera o verano del año 717, Pelayo huye de la capital de al-Andalus y regresa a Asturias dispuesto a obstaculizar la unión entre su hermana y Munuza.

Ya en tierra asturiana, acosado por sus perseguidores musulmanes que están a punto de prenderle en Brece, logra ponerse a salvo cruzando el río Piloña y acogiéndose a la segura protección que le brindaban las estribaciones montañosas de los Picos de Europa.

El relato de esta huida hacia los valles interiores del oriente astur, detallado en la versión primitiva de la Crónica de Alfonso III, no presenta acontecimientos inverosímiles.

La llegada de Pelayo coincidió con la celebración de un concilium o asamblea popular de los habitantes de la comarca, a los que el fugitivo parece que alentó a la insumisión abierta contra los dominadores musulmanes seguimos la narración regia, encontrando eco entre aquellos bravos montañeses el grito de rebeldía lanzado por el espatario de los últimos monarcas godos.

Los astures eligen a Pelayo como jefe de una sublevación que no parece haber tenido en sus momentos iniciales ninguna conexión con la tradición política gótica, truncada en el año 711.

La refundición erudita de la Crónica de Alfonso III altera profundamente los pasajes relativos a los primeros momentos de la rebelión astur tal como aparecen en la versión primitiva y más autorizada del texto regio; y, negando toda intervención a los astures, hace de Pelayo un caudillo elegido por la propia nobleza visigoda refugiada en Asturias, en un intento explicable de legitimar retrospectivamente los orígenes de la naciente monarquía asturiana, haciéndola entroncar directamente con la extinguida monarquía toledana.

Lo más probable es, sin embargo, que la rebelión astur haya tenido en sus orígenes una raíz eminentemente popular, como se deduce del relato que nos ofrece la redacción primitiva de la Crónica alfonsina, acorde en este punto con la Crónica Albeldense, digna de todo crédito, y con un pasaje nada sospechoso de la famosa donación otorgada por Alfonso II en 812 a la iglesia de San Salvador de Oviedo.

Los historiadores musulmanes Isa al-Razi e Ibn-Hayyan se refieren también al caudillaje pelagiano de la rebelión astur sin aludir para nada a la intervención en ella de la nobleza visigoda.

Los comienzos de la rebeldía de Pelayo deben situarse —seguimos las conclusiones a que ha llegado Sánchez-Albornoz— en el 718, coincidiendo con el valiato de al-Hurr, año en el que tradicionalmente se venía datando el encuentro de Covadonga.

Parece, sin embargo, que debió mediar algún tiempo entre el estallido de aquélla y las campañas emprendidas por los musulmanes para sofocarla.

Ninguna inquietud debió de causar en Córdoba, centro político de la España islámica, aquel brote de insumisión.

Era demasiado lejano e insignificante para distraer la atención de las autoridades musulmanas, ocupadas por aquellos años en empresas más urgentes, como eran la consolidación del dominio sobre la Península y la progresión por tierras transpirenaicas, en la antigua Galia gótica.

En el 718 debe situarse, no obstante, el comienzo del principado efectivo de Pelayo sobre los astures, y así lo hace la Crónica de Alfonso III, al datar la muerte del caudillo astur (737) y fijar en diecinueve años la duración de su mandato.

Tres años más tarde, en el 721, es designado valí de al-Andalus para suceder a al-Samh, sucesor a su vez de al-Hurr y muerto en combate contra los francos, el yemení Anbasa, que regirá los destinos de la España musulmana hasta el 726.

Es entonces cuando se decide reducir a los rebeldes astures y reintegrarlos a la obediencia.

La expedición de castigo contra Pelayo y los suyos debió de ponerse en marcha hacia la primavera del 722; la comandaba Alqama y figuraba entre sus acompañantes el obispo Oppas, a quien la Crónica alfonsina hace hijo del rey Vitiza, cuya facción, enemiga de la de don Rodrigo, apoyó la entrada en España de los musulmanes cooperando con éstos a la derrota del último monarca visigodo.

Los primeros encuentros entre las tropas islámicas y los rebeldes debieron ser favorables a aquéllos.

El Anónimo Mozárabe, que escribe en el 754, se refiere a un importante triunfo obtenido por Anbasa sobre los españoles, que probablemente, podría identificarse con las campañas musulmanas contra Pelayo en tierras de Asturias.

Acosados por el ejército de Alqama, reducidos sus efectivos, aunque quizá no tanto como pretenden hacernos creer los cronistas árabes que historian estos hechos, Pelayo y los suyos se acogen al refugio seguro de la fortaleza natural de los Picos de Europa.

Replegándose por el valle de Cangas —lo bastante amplio, salvo en su tramo final, como para permitir la marcha de un cuerpo expedicionario relativamente numeroso—, los astures, buenos conocedores del terreno, atraen a sus perseguidores hacia la parte más angosta del mismo, cerrada ya completamente por el monte Auseva, último y estratégico reducto de los fugitivos.

Allí tuvo lugar el encuentro final y decisivo entre los musulmanes y los astures, donde lo localizan las dos versiones de la Crónica alfonsina con todo lujo de pormenores geográficos, y no hay ningún motivo para dudar seriamente de esa localización.

Los mismos testimonios de los historiadores árabes la refuerzan, o por lo menos, no la contradicen: «lbn Hayyan habla de la sierra en que se habían guarecido Pelayo y sus hombres; Isa al-Razi, de la roca en que se habían refugiado los cristianos; y los dos, de las hendiduras de la peña.

La sierra, la peña, la cueva... parecen aludir a Covadonga.» (Sánchez-Albornoz.) La Crónica regia es mucho más explícita.

Su versión primitiva nos habla de la «coba dominica»; la refundición erudita, de la «coua Sanctae Mariae»; en ambas se sitúa la cueva en el monte Aseuua.

El relato del choque entre musulmanes y cristianos se nos ofrece seguidamente en este texto cronístico con gran detalle; en él se entremezclan noticias de indudable crédito con datos hiperbólicos, circunstancias y pormenores fantásticos y atribuciones providencialistas que no dejan, sin embargo, de tener una explicación a la luz de la ideología que informaba la tradición historiográfica cristiana de aquella época, heredera de la visigoda, y de la importancia decisiva que debió ofrecer a los ojos de los sucesores de los astures de Pelayo el encuentro de Covadonga.

Incluso en alguno de los pasajes de la Crónica, tenido generalmente como apócrifo el diálogo preliminar a la batalla entre el traidor Oppas y el caudillo cristiano— puede rastrearse un fondo de verdad.

Los astures, dominando el terreno desde la cueva excavada en la roca del Auseva y desperdigados quizá por las escarpaduras de las montañas que flanquean el valle, convertido en aquel lugar en angosta garganta.

Infligieron una severa derrota a las tropas de Alqama, desfavorablemente situadas en el fondo de la misma.

Muchos encontraron la muerte, entre ellos el propio jefe, y otros fueron hechos prisioneros.

Cortada la retirada hacia Cangas, una parte de la vanguardia islámica buscó la salvación por la única salida posible: el camino que en rápida pendiente conduce desde la falda del Auseva hasta las vegas de Bufarrera y Enol.

Huyendo siempre hacia el S., llegaron los fugitivos a los Puertos de Ostón, cruzando el Cares, ascendiendo hasta Amuesa e internándose luego en dirección a Bulnes, para llegar finalmente a las praderías de los Puertos de Áliva y al valle de Liébana.

Siguiendo el curso del Deva, alcanzaron el lugar de Cosgaya, donde sitúan las Crónicas cristianas el último episodio de esta penosa retirada.

Parece que en aquel lugar un desprendimiento de tierras, que bien pudiera obedecer a causas naturales y perfectamente explicables uno de tantos argayos, frecuentes en nuestros valles— sepultó a muchos musulmanes e hizo que otros pereciesen ahogados en el río.

El itinerario de la dramática huida de las vanguardias islámicas a través de los Picos de Europa ha sido magistralmente reconstruido por Sánchez-Albornoz y se ajusta tanto a las indicaciones de los relatos cristianos como a las circunstancias del terreno, bien conocido por nuestro historiador.

Su trágica conclusión en las rientes orillas del Deva, debida, según los cronistas, a la intervención de la divina providencia, no es completamente inverosímil.

En Covadonga, Pelayo y los suyos quedaban dueños del campo.

Tras este serio descalabro, cuya noticia llegaría pronto a oídos del gobernador de Gijón llevada quizá por los supervivientes que pudieron eludir el acoso de los cristianos a la retaguardia del cuerpo expedicionario—, los musulmanes abandonan definitivamente la región asturiana sufriendo todavía una última derrota en el lugar de Olalíes (Proaza), en la que encontró la muerte el propio Munuza.

Habían de pasar muchos años hasta que, en las postrimerías del siglo VIII, coincidiendo con los comienzos del reinado de Alfonso II volviesen a internarse los islamitas —por poco tiempo, ciertamente- en tierras astures.

Los hechos hasta aquí expuestos resumen lo que, en opinión de la crítica actual más autorizada, pudo y debió ser la batalla de Covadonga y sus inmediatos antecedentes y consecuencias.

Sobre esos hechos actuó, deformándolos, para exagerarlos hiperbólicamente o para restarles importancia, la historiografía cristiana y árabe más próxima en el tiempo a ellos.

La Crónica redactada o mandada redactar por Alfonso III el Magno ciento cincuenta años después, principal fuente de conocimiento de los episodios primeros de la rebeldía astur, exagera hasta lo fabuloso el número de las tropas musulmanas presentes en Covadonga —187.000 hombres— e introduce en la narración elementos indudablemente apócrifos, entre los que Menéndez Pidal ha rastreado huellas de tradiciones poéticas incorporadas por el cronista a su relato.

Más sobria y sin las adherencias fantásticas de la Crónica regia, la Albeldense —redactada también en el reinado de Alfonso III, pero anterior en unos años a la del monarca— se limita a consignar escuetamente los hechos esenciales de la rebeldía pelagiana y del encuentro entre musulmanes y cristianos.

El crédito de ambas crónicas, las más antiguas de la Reconquista, se fortalece por el hecho de haberse inspirado muy probablemente en las partes que aquí nos afectan en otra anterior, hoy perdida, compuesta como cree fundamentalmente Sánchez-Albornoz en los últimos años del siglo —primeros del reinado de Alfonso II el Casto— y mucho más próxima por tanto a las fechas de los sucesos historiados.

Por su parte, los cronistas musulmanes constatan también la rebeldía de Pelayo y la campaña de castigo contra sus partidarios, restando importancia a los hechos.

Ibn Hayyan e Isa al-Razi limitan a un miserable número de combatientes hambrientos la hueste astur, acorralada con su jefe en los refugios naturales de la montaña a consecuencia del continuo hostigamiento de las tropas islámicas; y hacen a éstas, cuya situación «llegó a ser penosa» —confiesa uno de los cronistas- por las dificultades del terreno, abandonar finalmente el intento de someter a los «treinta asnos salvajes» comandados por Pelayo y supervivientes de los combates con los musulmanes, despreciando su porfiada resistencia.

En lo fundamental —la rebeldía astur y el intento fallido de los musulmanes para sofocarla— concuerdan pues las crónicas cristianas e islámicas.

La exageración de aquéllas al relatar el triunfo y el laconismo de éstas disimulando la propia derrota no contradicen la historicidad esencial de los hechos, ni puede dar base a su negación rotunda.

Se trata, en definitiva, de «las eternas mentiras de los partes oficiales de todas las guerras y de la literatura política de todos los tiempos», dirá Sánchez-Albornoz, añadiendo que detrás de estos relatos contradictorios «puede el escalpelo de la crítica histórica descubrir la verdad». Y a la luz de un riguroso análisis de los textos y del terreno no es admisible dudar de la historicidad de la batalla, choque, encuentro, escaramuza... el nombre no hace al caso que pudo y debió darse en Covadonga, en la primavera del año 722.

No parece probable, sin embargo que en Covadonga resucitase el antiguo reino visigodo y que fuera la propia nobleza gótica, vencida y maltrecha, la que en un primer momento eligiese rey a Pelayo.

La rebeldía de los astures, acaudillados por Pelayo, tuvo en sus orígenes un carácter estrictamente local, independiente de la tradición política visigoda.

Fue bastantes años después, con el arraigo en Asturias de un sentimiento neogoticista importado por los mozárabes inmigrados del S., cuando se quiso ver en la monarquía asturiana la continuadora directa y legítima del desaparecido reino visigodo.

Y es ese ideal neogótico el que inspira a los cronistas que en los últimos decenios del siglo Xx escriben en Oviedo la historia del reino astur.

No debe extrañarnos que, al relatar los sucesos de Covadonga, la Crónica de Alfonso III ponga en boca de Pelayo unas palabras que rimaban perfectamente con el ambiente imperante en la corte del Rey Magno: «Confiamos en la misericordia del Señor que de este pequeño montículo [...] saldrá la salvación de España y del ejército del pueblo de los godos.» Pero no podemos imaginar al caudillo de los astures pronunciando esta retórica predicción.

Él será, lo apunta certeramente un historiador musulmán, un rey nuevo que reina sobre un pueblo nuevo.

El anónimo autor de la Crónica Albeldense, con la sencillez que le caracteriza, tras la referencia escueta del triunfo sobre los musulmanes, nos dice que «desde entonces fue devuelta su libertad al pueblo cristiano [...] y nació, por providencia divina, el reino de Asturias». (Sicque ex tunc reddita est lihertas populo xpistiano [...] et asturorum regnum diuina prouidentia exoritur.)

No es cierto que en Covadonga haya resucitado el reino visigodo; pero si lo es el que, en aquel angosto valle, después del victorioso encuentro con las tropas islámicas, se pusieron las bases de un pequeño Estado llamado a ser el iniciador de la Reconquista espiritual y material del suelo patrio y el depositario y continuador de la tradición unitaria hispánica.

Libre la región de musulmanes, Pelayo establecía una corte rudimentaria en Cangas de Onís, convertida así en el centro político del núcleo rebelde astur y en la primera capital de la naciente monarquía.

Allí fallecía el caudillo de Covadonga rodeado del afecto y la adhesión inquebrantable de sus fieles, en el año 737.

Bibl.:

A. Ballesteros, La batalla de Covadonga, en «Estudios sobre la Monarquía Asturiana», Oviedo, 1949, pp. 37-87.

L. Barrau-Dihigo, Recherches sur l’histoire politique du royaume asturien (718-910), tirada aparte de la «Revue hispanique», t. LII, pp. 114 y ss.

Z. García Villada, La hatalla de Covadonga en la tradición y en la leyenda, «Razón y Fe», marzo-abril de 1918, pp. 312-318 y 413-422.

C. Sánchez-Albornoz, A través de los Picos de Europa. Una ruta histórica, «Revista de Occidente» XXXI, n.º 93, 1931, pp. 250-275.

Pelayo antes de Covadonga, «Anales de historia antigua y medieval», Buenos Aires, 1955, pp. 7-20.

Otra vez Guadalete y Covadonga, «Cuadernos de Historia de España», I y II, Buenos Aires, 1944, pp. 68-114; El relato de Alfonso III sobre Covadonga.

Análisis crítico, «Humanitas», III, 9, pp. 161-199.

¿Se peleó en Covadonga?, «Archivum», XII (Miscelánea asturiana dedicada a D. Juan Uría Ríu), Oviedo, 1962, pp. 90-101.

Una información bibliográfica más completa puede verse en los estudios aquí reseñados del profesor Sánchez-Albornoz.

Fuente: Gran Enciclopedia Asturiana.

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«Uno de los aspectos más destacados del patrimonio de Asturias es su conjunto de monumentos prerrománicos, que fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1985. Estos monumentos son un testimonio excepcional del arte y la arquitectura del período de transición entre la dominación visigoda y la llegada del arte románico en España. Algunos de los ejemplos más famosos son Santa María del Naranco, San Miguel de Lillo y la iglesia de San Julián de los Prados, también conocida como Santullano.»

Resumen

Clasificación: Etnografía

Clase: Datos básicos

Tipo: Historia

Comunidad autónoma: Principado de Asturias

Provincia: Asturias

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